Me habían recomendado con tanto
énfasis aquel mesón y al mesonero que no me atreví a señalar que
mi sopa tenía un sabor extraño.
Añadí sal. Nada. Bebí agua. Nada.
Comí pan. Nada.
Los comensales que me acompañaban,
todos ellos gourmets con la barriga forjada a base de estrellas
Michelín, se deshacían en halagos y metáforas que lo mismo valían
para la olla berciana que para la moza que la servía -Tiene cuerpo,
carácter, notas nostálgicas de campo en la siega- coreaban
exaltados, aunque nadie que hubiera segado, podría tener el espinazo
nostálgico de cosechas.
El caso es que mi sopa me estaba dando
la comida, porque cucharada tras cucharada el caldo no me calmaba la
barriga, no me templaba el cuerpo. Me sabía a todo lo que no tenía:
el puchero, el hogar que calienta la pieza, las manos hechas de
tierra y las brasas que las calientan. Mi abuela que trae las alubias
y la alegría en su saya negra.
Y esta olla nueva, perfecta y ufana en
la mesa, con todo en su sitio, sus patatas, sus acelgas y berzas y
yo, con el plato de sopa lleno de ausencias.
Maria Fraile