Las
entrañas del gallo delataban el futuro del valiente que no
pestañeaba ante la descripción de su propia muerte. El mismo
adivino, frente al crepitar del fuego, temblaba de miedo al
visualizar la escena. Nunca había visto a los dioses ensañarse de
esa manera con un guerrero.
El hombre respiró profundamente
deseando no encontrar aire, se acercó a la oreja del sabio y le
dijo:
-Nuestros destinos se invierten. Hoy
soy yo quién va a hacer una predicción, viejo. Serán nuestras
deidades las que morirán una a una, negadas, en una orgía de sangre.
Nunca habrás visto a hombres ensañarse de esa manera con unos
dioses. Tiembla por ellos y no por mí, anciano.
La carne corrupta del animal despedía
un olor fétido y dulzón. El gallo, la mirada fija en el cielo, no
era más que un amasijo amorfo e inútil de vísceras.
María Fraile
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