Mi
abuela puso un nombre a su úlcera, Sybilla la llamó, y se
convirtieron en inseparables. Cocinaba platos especiales para su
nueva amiga, especiados, obscenos, que regaba con caldos añejos
llenos de sabores que nada tenían que ver con la uva. Se la llevó
de vacaciones y a todos los acontecimientos familiares. Estaba tan
contenta de sentirse acompañada que ya no hablaba de mi abuelo, ni
rezaba, ni amenazaba con morirse sola en cualquier rincón.
Un
día, las dos nos reunieron a toda la familia y se declararon en
bancarrota.
Mi
tía Maritere tuvo que llevárselas a vivir a Valladolid a un
apartamento vetusto y estrecho y les
impuso una austeridad insoportable para Sybilla. La llaga abandonò a
mi abuela a los seis meses exactos de empezar a vivir con mi
tía. Los dolores desparecieron y el médico aseguraba que de
la úlcera solo quedaba una pequeña cicatriz pero mi abuela no
mejoró, triste, sin sus dolores y sin sus excesos, murió al año
siguiente en un perfecto estado de salud.
Maria
Fraile
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