martes, 14 de abril de 2015

SYBILLA

 
   A mi abuela le diagnosticaron una úlcera profunda como un cráter. Le dijeron que sería así para el resto de su vida, que debía aceptarlo, que no llorase, que no era mortal, tan solo fastidioso. Tras el disgusto inicial por tener que asumir que las penas, en realidad, no habían tenido nada que ver con aquel dolor de estómago punzante y cruel, del hueco en sus vísceras surgió una amistad profunda y sincera.
Mi abuela puso un nombre a su úlcera, Sybilla la llamó, y se convirtieron en inseparables. Cocinaba platos especiales para su nueva amiga, especiados, obscenos, que regaba con caldos añejos llenos de sabores que nada tenían que ver con la uva. Se la llevó de vacaciones y a todos los acontecimientos familiares. Estaba tan contenta de sentirse acompañada que ya no hablaba de mi abuelo, ni rezaba, ni amenazaba con morirse sola en cualquier rincón.
Un día, las dos nos reunieron a toda la familia y se declararon en bancarrota.
Mi tía Maritere tuvo que llevárselas a vivir a Valladolid a un apartamento vetusto y estrecho y les impuso una austeridad insoportable para Sybilla. La llaga abandonò a mi abuela a los seis meses exactos de empezar a vivir con mi tía. Los dolores desparecieron y el médico aseguraba que de la úlcera solo quedaba una pequeña cicatriz pero mi abuela no mejoró, triste, sin sus dolores y sin sus excesos, murió al año siguiente en un perfecto estado de salud.

Maria Fraile

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